La crisis climática global está impulsando un nuevo paradigma para entender la energía: ya no sólo interesa cuánto rinde esta energía –es decir, qué tan eficiente es para cumplir un determinado objetivo (calor, electricidad, fuerza motriz)–, sino de qué fuente proviene. Cobra valor la calidad de esta energía en términos de qué impacto produce al medio ambiente.
Tradicionalmente, los combustibles sólidos y líquidos han sido preferidos porque su uso puede ser de carácter intensivo. Su disponibilidad se ajusta perfectamente a la demanda. Esto se debe principalmente a que presentan una ventaja clara respecto de otras fuentes de energía que han sido utilizadas desde los orígenes de la humanidad (como los molinos de agua, los molinos de viento, o la utilización de la fuente solar para secado de productos). Esta ventaja es la posibilidad de ser almacenados.
Por su parte, los combustibles sólidos tradicionales derivados de la biomasa como la leña fueron rápidamente reemplazados por otros de mayor poder calorífico y densidad energética: los combustibles fósiles. Si bien también pueden ser almacenados, los combustibles como la leña no pueden competir con los combustibles fósiles por su menor rendimiento. Este factor cobró relevancia en una economía creciente que exigía mayores ritmos de producción, y requería recorrer las rutas comerciales en menores plazos y con menores costos.
Dicho de otro modo, los combustibles capaces de ser almacenados y de alto poder calorífico (como el carbón y más tarde los derivados del petróleo) constituyeron el complemento perfecto para acompañar el ritmo productivo de la revolución industrial, independientemente de los factores climáticos. Pero esto últimamente parece que ha empezado a cambiar.
¿Nuevo período histórico?
El famoso medievalista francés Jacques Le Goff, en su último libro titulado “¿Realmente es necesario dividir la historia en rebanadas?”, plantea que los historiadores suelen dividir su materia de estudio en “períodos”, pero que muchas veces éstos no son más que fragmentos arbitrarios que responden a ciertas nociones teóricas o filosóficas, sin reflejar los verdaderos cambios de paradigma. De acuerdo con su opinión, el verdadero último cambio de período histórico que vivió la humanidad fue a mediados del siglo XVIII.
Como fundamento, cita los progresos de la economía rural advertidos y teorizados por los fisiócratas, la invención de la máquina de vapor, el nacimiento de la industria moderna, que se extendería de Inglaterra a todo el continente. En el ámbito filosófico y religioso, este período (lo que él llama una “larga Edad Media”) toca su fin con la Enciclopedia, una obra que introduce el pensamiento racional, la ciencia y la tecnología modernas. Y, finalmente, también el fin del siglo XVIII se corresponde –en el ámbito político– con el movimiento antimonárquico decisivo de la revolución francesa, que implicó cambios profundos en materia religiosa, política e institucional.
En ese momento se produjo una serie de cambios en los distintos campos lo suficientemente decisivos como para afirmar que entonces Occidente entró en un nuevo período: un nuevo orden que venía a romper con el paradigma vigente por más de un milenio. Éste es el período en el que hemos estado viviendo desde entonces.
¿Y ahora? ¿No resulta cuando menos llamativo que exista quién está dispuesto a consumir un bien más caro porque tiene un menor impacto al medio ambiente? ¿Que existan créditos internacionales para generar “infraestructura verde”, que muchas economías avanzadas se hayan tomado en serio el compromiso contra el cambio climático?
Evidentemente, buscar los mínimos costos y el máximo rendimiento ya no resultan las variables determinantes en la ecuación climática que se impone en nuestro siglo. Importan cada vez más las emisiones al ambiente (computadas en toneladas equivalentes de CO2), lo cual exige el establecimiento de la industria “consciente” o sustentable. Y esto viene a modificar los principios que nos rigieron desde la era de las revoluciones.
Es probable que la crisis actual de la energía contribuya a impulsar estos cambios: los principales países impulsores no son productores de los tipos de energía convencionales. Pero lo cierto es que se observa un cambio en la conciencia colectiva. Por ello cabe preguntarse, ¿está la humanidad entrando en un nuevo período histórico?
El almacenamiento: el quid de la cuestión
La necesidad de atender el cambio climático introduce una nueva variable que modifica el orden establecido: las emisiones de carbono. En los últimos años se nota cada vez más que estamos ante un quiebre, un cambio de concepción de lo que entendíamos hasta ahora por sector energético.
Pero, al hacerlo, nos volvemos a enfrentar con el viejo problema: la disponibilidad de la energía. Los recursos renovables por excelencia, el viento y el sol, no se acoplan con precisión a la demanda. Y mucho menos son capaces de acompañar el ritmo creciente de la economía mundial que requiere de altos rendimientos energéticos. Es por ello que es preciso resolver el problema del almacenamiento de la energía verde, cuando ésta no puede ser inyectada a la red eléctrica. En este contexto, una solución que viene cobrando relevancia es la producción de hidrógeno o combustibles sintéticos renovables para almacenar esa “electricidad verde”.
El hidrógeno es una molécula gaseosa en condiciones normales cuya combustión sólo produce vapor de agua y tiene capacidad de almacenar excedentes de energía en sus enlaces químicos hasta tanto sean requeridos por el consumidor en tiempos de escasez. Por su parte, mediante el concepto Power-to-X (Ptx), la potencia eléctrica puede utilizarse para sintetizar combustibles gaseosos o líquidos de carácter renovable. En particular, los combustibles líquidos renovables son atractivos para su aplicación en sectores difíciles de electrificar como lo es la aviación, que además requiere de combustibles de alta densidad de energía por la imposibilidad de tener grandes tanques de almacenamiento.
Vemos entonces que, en el nuevo paradigma – y para resolver el problema del almacenamiento–, la energía va a tener que sufrir numerosas transformaciones desde su generación hasta el momento de su uso final, alternando entre formas de potencia eléctrica instantánea y energía química que se pueda liberar a demanda del consumidor.
¿Por qué hablar de energía a secas?
El mundo atraviesa una tendencia a la electrificación. Esto es principalmente porque los vectores renovables como el viento y el sol se encuentran en cualquier parte del planeta y estos recursos se utilizan habitualmente para producir electricidad. Pero su carácter intermitente hace necesario que se recurra a formas de almacenamiento químico.
Estas repetidas transformaciones hacen que ya no sea directa la relación tradicional: energía química como energía primaria y energía eléctrica como energía secundaria. En el nuevo paradigma va a ser preciso entender la energía como un todo. No será más válida –valga la comparación con la arbitrariedad histórica planteada por Le Goff– la división taxativa entre la energía química (por ejemplo, gas natural) y la electricidad, porque ambas formas se irán fusionando para atender el problema de las emisiones.
En este contexto, nos preguntamos en qué medida la actividad regulatoria deberá acompañar este cambio de paradigma. Al observar las funciones y facultades de ambos entes reguladores nacionales, según constan en las Leyes N° 24.065 y 24.076, se advierte que existen grandes paralelismos que sólo pueden tender naturalmente a la unificación en el nuevo contexto energético. Existen otras experiencias internacionales que ya han avanzado en esta dirección. Tal es el caso del Office of Gas and Electricity Markets (OFGEM), el regulador de la energía de Gran Bretaña, que se ocupa de trabajar con el gobierno y la industria para garantizar el abastecimiento de energía con tendencia net-zero.
Y entonces, ¿estará la regulación argentina preparada para enfrentar esta nueva etapa?