A menudo se declama en el debate público que la causa de muchos de nuestros problemas es la falta de “políticas de Estado”, esto es, de políticas públicas que permanezcan en el tiempo, cuenten con consensos extendidos a todas las fuerzas políticas y se consoliden institucionalmente a través de leyes, organismos y partidas presupuestarias. Al mismo tiempo, se fustiga la “grieta” en tanto mecanismo altisonante de polarización de la disputa en la arena pública y muestra de la falta de diálogo y colaboración entre los espacios políticos.
Para adentrarse en este planteo primero hay que distinguir entre “la política”, las “políticas de Estado” y las “políticas públicas”. Se han diferenciado tres dimensiones de “La Política”[1], a saber: (i) la institucional o formal (polity), que es la dimensión más amplia, caracterizada por un conjunto de reglas e instituciones acerca de cómo se accede y ejerce el poder dentro de un orden político dado; (ii) la dimensión política en sí (politics), lo que suele llamarse la arena pública, y que está vinculada con la lucha agonal por el poder entre diferentes actores que portan sus visiones del mundo, intereses y valores al espacio público donde se dirimen los conflictos a través de la articulación pacífica, la negociación concesional y/o la disputa hasta el límite de la lucha armada; y (iii) la dimensión de las políticas públicas propiamente dichas (policies), que son acciones u omisiones de gobierno que la Administración adopta (u omite) en pos de reconocer, abordar e intentar resolver los problemas cotidianos que componen la agenda pública, esto es, el conjunto de “cuestiones” que revisten una relevancia tal que son atendidas por el Estado.
Ahora bien, si nos centramos en esta última dimensión, las críticas a las posturas maximalistas –ubicadas hacia los polos del arco político– suelen perder de vista, por lo general, que es posible identificar una honda densidad de acuerdos y consensos que se materializan en políticas públicas donde las líneas de continuidad son más potentes que los episodios de ruptura. En efecto, en el sector energético pueden verificarse varios ejemplos donde las posturas maximalistas sucumben ante un “modelo” que –a pesar de lo que el análisis extendido indica– es afín a las últimas 5 administraciones, al menos. Veamos: el impulso a Vaca Muerta como vector de desarrollo que permita el autoabastecimiento interno y edifique un perfil exportador de los excedentes (ley 27.007 de 2014 y export parity de 2016/18); la promoción de las energías renovables como instrumento de diversificación de la matriz energética y del cumplimiento de los compromisos internacionales en materia de transición hacia las emisiones neutras de carbono (ley 27.191 de 2015 y rondas Renov.Ar de 2016/18); el relanzamiento exploratorio de las cuencas off shore (Ronda #1 de 2019 y audiencia pública ambiental de 2021); los programas de incentivo a la inyección de gas natural de cuencas productivas nacionales (Planes Gas I y II de 2013, Resolución MINEM 46 de 2017 y Plan Gas.Ar de 2020); planificación estratégica de la expansión del sistema troncal de transporte de gas natural desde Neuquén (licitaciones y estudios coincidentes).
No obstante, estas líneas de continuidad acerca de políticas públicas descansan en presupuestos o premisas que a veces no terminan de ser explicitadas –por desinterés, desconocimiento (incluso de los propios actores), o falta de coherencia interna. En consecuencia, la estructura programática de la cual luego deriva una propuesta orgánica –no solo electoral– es a menudo corrida del centro del debate para alojarse, con suerte, en la discusión de filósofos políticos… devenidos panelistas. Estas matrices ideológico-políticas determinan la forma de abordar tópicos tales como el régimen político, el sistema de acumulación, la justicia social y el rol del Estado. Por ello es ahí, pues, donde las aguas se dividen, los matices cobran relevancia y los acuerdos sobre políticas no logran aunar visiones sistémicas. La razón reside en el hecho de que los “modelos de país” en disputa toman senderos que, irremediable e incorregiblemente, se bifurcan.
En efecto, existen ocasiones puntuales que denotan un “regreso a las bases” y desnudan las estructuras fundantes que representan –material y simbólicamente– un perfil identitario de cada fuerza política. Y es precisamente el vector relativo al rol del Estado en la economía, y más precisamente en el sector energético, el que se ha puesto de manifiesto de un modo descarnado y contundente en estos días. El Rubicón a atravesar consiste en decidir si el Estado avanza o se detiene, si juega un papel activo o prescindente, si sale como titular o descansa en el banco de suplentes… en una palabra, si opera o no el principio de subsidiariedad.
¿“Subsidiariedad”, dijimos? ¿Tiene que ver eso con los subsidios del Estado? No, no se trata en este caso de tarifas y ayudas públicas, sino –antes bien– del grado de involucramiento de los agentes estatales en el devenir de los asuntos económicos de una sociedad en un momento determinado. Esto es, el nivel de intervención del Estado en la producción de bienes y la prestación de servicios de la economía en su conjunto. Para quienes sostienen que el principio de subsidiariedad es inmanente (lo llegan a derivar de encíclicas papales…), su formulación prescribe que “toda persona física o jurídica ha de tener libertad y aptitud para desarrollarse dentro de la órbita de sus fines, correspondiendo al Estado interventor sólo en caso de que las respectivas tareas se desempeñen en forma defectuosa o resulten insuficientes para la comunidad”[2]. Entonces, ¿un Estado residual o un Estado presente? ¿Una Administración que solo regula y controla o un gobierno que también se convierte en un actor más del mercado a través de sus herramientas empresariales?
Para entender este hecho histórico (es posible calificarlo así por más que sea reciente), es preciso confrontar dos normas sobre el mismo tema: la participación de una empresa pública nacional en el sector de generación eléctrica. La normativa a analizar se compone de los Decretos 882/2016 vs. 389/2021. Veamos.
2016: retirada y defección del Estado
Está claro que la gran diferencia en materia de políticas públicas entre las dos últimas administraciones recae en el tema de la tríada precios-tarifas-subsidios. No obstante, en lo que respecta al fundamento político-ideológico detrás de cada concepción del “modelo de país” el punto más alto de diferenciación estuvo signada por el dictado del Decreto autónomo 882/17, de fecha 1°/11/17. Allí quedó configurada una nueva compañía, Integración Energética Argentina SA (IEASA), empresa resultante de la “fusión por absorción” de EBISA y ENARSA, revistiendo esta última el carácter de sociedad absorbente.
Esta norma constituyó la ejecución de una decisión política de reconfigurar el modo y alcance de la actuación del Estado en el sector energético, particularmente en el mercado eléctrico. Configuración en la que importó tanto la reformulación de responsabilidades (que pasan de una compañía estatal a otra) como el desprendimiento –vía venta, cesión y otros mecanismos de transferencia– de la titularidad de las acciones en una serie de activos de generación termoeléctrica.
Ejemplo del primer caso lo constituye la comercialización de la energía eléctrica proveniente de los aprovechamientos binacionales e interconexiones internacionales, competencia originaria de una señera empresa pública (Agua y Energía Eléctrica SE), que luego pasó a EBISA y, con el decreto de 2017, es absorbida por IEASA. También la continuación de una serie de obras públicas hasta ese momento en cabeza del exMinisterio de Energía y Minería, tales como las represas Cóndor Cliff y La Barrancosa (nombre original en los estudios de prospectiva de la Secretaría de Energía) o la central térmica a carbón de Río Turbio, todas en la provincia de Santa Cruz, o cinco gasoductos.
Por su parte, ejemplo del segundo caso –enajenación de bienes– es la venta de la participación estatal en los siguientes activos: (i) Central Termoeléctrica Ensenada de Barragán, (ii) Central Termoeléctrica Brigadier López, (iii) Proyecto Central Termoeléctrica Manuel Belgrano II, (iv) Empresa de combustible nuclear Dioxitek SA, (v) Central Dique SA, (vi) Central Térmica Güemes SA, (vii) Central Puerto SA, (viii) Centrales Térmicas Patagónicas SA, (ix) Central Termoeléctrica Manuel Belgrano, (x) Central Termoeléctrica Timbúes, (xi) Central Termoeléctrica Vuelta de Obligado, (xii) Central Termoeléctrica Guillermo Brown, (xiii) Empresa de Transporte Eléctrico de la Patagonia SA (TRANSPA), y (xiv) CITELEC SA (accionista mayoritaria de la empresa monopólica de transporte eléctrico en alta tensión –TRANSENER SA).
Resurgimiento del principio de subsidiariedad, un intento fallido
Estas directivas, cursadas por el PEN al exMINEM, corporizan un cambio de posición político-ideológica de la Administración con respecto al rol que, en el mercado energético, debe cumplir el Estado. En efecto, en los fundamentos del decreto es donde se encuentran las razones que llevaron al entonces Presidente a instruir a IEASA acerca de la venta de activos públicos en el rubro energético. Así, en los considerandos del Decreto 882/17 –que operan como motivación del acto administrativo– se afirma que:
“con el propósito de racionalizar y tornar más eficiente la gestión pública relacionada con actividades del sector de la energía, limitando la participación del Estado a aquéllas obras y servicios que no puedan ser asumidos adecuadamente por el sector privado, se estima necesario efectuar las adecuaciones pertinentes respecto de las sociedades de capital estatal que desarrollan actividades del sector energético”.
Asimismo, dicha norma dispone que tanto la actividad de generación como la de transporte de energía eléctrica, en particular la generación térmica convencional vinculada al Sistema Argentino de Interconexión (SADI), son actividades desarrolladas “mayoritariamente por agentes privados en un mercado diversificado y competitivo, regido por normas legales y reglamentarias que propenden a asegurar su normal funcionamiento”, o bien “por empresas privadas que cuentan con los recursos necesarios para garantizar una correcta operación y funcionamiento de las instalaciones”. Por ende, la participación del Estado Nacional o de la propia IEASA/ENARSA como titular, operador o accionista de centrales y empresas de este tipo “no resulta necesaria” para “asegurar el normal funcionamiento del sector” o para “garantizar la prestación del servicio”.
Una norma de este calibre encuentra su antecedente directo en el marco regulatorio de la electricidad (Ley 24.065 de 1992), que previó expresamente que el transporte y la distribución de electricidad (ídem con el gas, a través de la Ley 24.076) debían ser realizados “prioritariamente, por personas jurídicas privadas” (cf. art. 3). A ello se agregó una disposición de esa norma que refleja una típica explicitación del principio de subsidiariedad con fundamento en las fallas del mercado:
“El Estado por sí, o a través de cualquiera de sus entes o empresas dependientes, y a efectos de garantizar la continuidad del servicio, deberá proveer servicios de transporte o distribución en el caso en que, cumplidos los procedimientos de selección referidos en la presente Ley, no existieran oferentes, a los que puedan adjudicarse las prestaciones de los mismos”.[3]
Es así como, emulando a su antecedente de cinco lustros atrás, a través del Decreto 882/17 se consagró nuevamente el carácter secundario del Estado en materia de generación y transporte eléctricos, relegando al sector público –sea la cartera ministerial, sea su instrumento empresarial– a funciones secundarias o indirectas, de mera suplencia. Lo cual no discrimina si se trata de un servicio público (transporte de electricidad) o de una actividad de interés general (generación eléctrica). Y transforma una situación fáctica eventual –la predominancia de agentes privados en el mercado– en una regla normativa –la ausencia de Estado tout court.
Ahora bien, el reglamento del PEN de 2017 adolece de la falta de una explicación básica y necesaria en esta materia, a saber: por qué las empresas privadas pueden garantizar la operación y funcionamiento del sistema eléctrico de una mejor manera que el propio Estado; máxime cuando existen antecedentes ineludibles en sentido contrario, puesto que la gestión pública ya ha sabido desempeñar dicho rol con sobrada solvencia técnica, económica, política y comercial durante más de cuatro décadas a través de Agua y Energía y de Hidronor.
Por idénticas razones, más otras de índole netamente económicas, es que esta norma y, en particular, la decisión de vender las acciones que dan derecho al manejo de la transportista de alta tensión TRANSENER, fue ampliamente cuestionada por vastos sectores políticos y técnicos, algunos de los cuales pertenecían a la anterior coalición de gobierno –visto que en todas las comarcas se cuecen habas…[4]
Vale recordar que la decisión de venta de las acciones de TRANSENER y de los otros activos incluidos en la manda a IEASA no fue finalmente concretada, ora por impericia, ora por el derrumbe de la macroeconomía en 2018… ora por falta de un “segundo tiempo”. Eso sí, lo llamativo – por paradójico– es que 2 de las 3 enajenaciones realizadas fueron adquiridas por… ¡otra empresa pública (o mixta, más da) como es YPF SA![5]
Finalmente, el Decreto 882/17 dispuso además que “resulta conveniente propiciar la participación de terceros capaces de asumir actividades de generación y transporte” en los 13 proyectos y centrales antes mencionados. Para ello, debía operar aquí también la retirada del Estado nacional de estas actividades, con la finalidad de “asigna[r] sus recursos a aquéllas [funciones y labores] que hacen al cumplimiento del cometido público estatal”. Así planteado, ninguna incursión estatal directa en cuestiones económicas estaría justificada si ello atentara contra el pleno ejercicio de las funciones estatales básicas (como salud, educación, seguridad social y defensa). Se trata, pues, de una incompatibilidad manifiesta, desde el momento en que toda Administración cuenta con recursos presupuestarios limitados –que, en todo caso, debe jerarquizar y priorizar. Toda una definición de Política revestida de motivaciones pragmáticas.
De esta manera, la norma concluye que:
“resulta conveniente transferir ciertos emprendimientos energéticos en los que el Estado Nacional tiene participación, a empresas del sector privado que posean las capacidades técnicas y financieras suficientes para garantizar, en su caso, una eficiente finalización de las obras y/o la operación y mantenimiento, permitiendo al Estado Nacional asignar sus recursos a otros fines prioritarios”.
Eficiencia vs. interés público, un aparente oxímoron para la Administración Pública según la anterior gestión de gobierno.
2021: regreso del Estado activo en el sector estratégico de la energía
La novedad de estos días es el reciente dictado del Decreto de Necesidad y Urgencia 389/21, referido al marco de actuación de una de las Sociedades Anónimas Bajo Injerencia Estatal (SABIE) que actúa en la órbita de la Secretaría de Energía: nuevamente la mentada IEASA.
El reglamento presidencial avanza en varias cuestiones atinentes al papel de la exENARSA en el sector, a saber: (a) le otorga avales del Tesoro Nacional para la compra e importación de gas natural como contraparte en el contrato con YPFB de Bolivia por USD 200 millones; (b) la exceptúa de tener que remitir los excedentes (entre el precio de venta de la energía eléctrica generada por sus centrales y el repago de sus costos de OyM) a un fondo unificado de la SEN, pero le exige reinvertir estas utilidades en proyectos de infraestructura eléctrica; (c) le vuelve a cambiar el nomen iuris a las represas patagónicas en construcción por IEASA; (d) le asigna a ésta, por medio de una capitalización societaria, las acciones estatales en las dos termoeléctricas del FONINVEMEM, Manuel Belgrano y Timbúes; y (e) le otorga en forma directa dos permisos exploratorios off shore en el área adyacente a las Islas Malvinas (oeste) –con lo que se recupera parcialmente la decisión de la Ley 25.943 de 2004.
Pero lo que ahora nos interesa resaltar es la modificación que opera en el artículo 3° del Decreto 389/21, por medio del cual se derogan una serie de artículos del mencionado Decreto 882/17, referidos –precisamente– a la enajenación de activos en centrales y proyectos termoeléctricos por parte de IEASA.
Y hete aquí cuando una norma nos devuelve a los fundamentals de una fuerza o espacio político, en tanto explicita el background dogmático, filosófico e ideológico que impulsa el despliegue de una serie determinada de políticas públicas.
Así, en los considerandos del flamante decreto se afirma que:
“Corresponde implementar las medidas regulatorias, societarias y legales que garanticen la reactivación y ampliación del campo de acción de IEASA como actor protagónico del sector energético en su más amplia concepción”.
De esta manera, la reasunción por esta SABIE de un rol preponderante en la industria eléctrica[6] marca un nuevo posicionamiento del Estado en el clivaje público-privado al interior del sector energético.
Pero el DNU firmado por el Presidente y refrendado por todos sus ministros y ministras no solo reafirma el papel de los instrumentos empresariales en manos del Estado, sino que se remite a un escalón conceptual epistemológicamente más elevado para recuperar un argumento relativo al rol del Estado en la economía, a saber:
“Que esta Administración, contrariamente a las definiciones y fundamentos expresados en el mencionado decreto [882/17], considera esencial la activa participación del Estado Nacional, a través de sus empresas, en uno de los sectores más estratégicos para el desarrollo del país como es el energético.
Que resulta oportuno implementar y garantizar políticas que aseguren un rol activo y estratégico en el sector energético a las empresas del Estado Nacional cuyas misiones y funciones estén vinculadas a este.
Que para la consecución del mencionado rol, es necesario retomar los lineamientos y proyectos que otorguen presencia activa al Estado Nacional en los segmentos y áreas que determinan el crecimiento equitativo de la economía”.
Eureka! Ni grieta ni políticas de Estado, antes bien, un manifiesto a modo de petición de principios que evidencia de manera cruda y transparente cuál es el punto de partida de este proyecto político. Y si bien desde una posición metaética es plausible dudar de la existencia de actuaciones “esenciales” en la relación Estado-mercado, sí ha de ponderarse esta limitación al mentado principio de subsidiariedad (allí donde no se justifica).
Eso sí, tal ponderación no deja de ir acompañada por una fuerte exhortación dirigida a las Sociedades Anónimas Bajo Injerencia Estatal (con IEASA e YPF a la cabeza), a efectos de que se esmeren por cumplir con los siguientes objetivos: la persecución permanente de la finalidad de interés público para la cual fueron creadas; la procura de la eficiencia en el uso de los recursos públicos; la generación de valor para todos sus accionistas; el seguimiento de los estándares internacionales (soft law) de gobernanza corporativa y compliance; el respeto a la obligación de dar cuenta de los actos de gobierno bajo un sistema republicano (accountability); así como la propensión hacia un enfoque de derechos en favor de los ciudadanos y ciudadanas.
* El autor es ex subsecretario de Hidrocarburos de la Nación. También es director del Posgrado en Hidrocarburos, Energía y Ambiente de la Facultad de Derecho (UBA). Y es Coordinador del libro “Manual de empresas públicas en Argentina (1946/2020). De la centenaria YPF a las actuales SABIE”, Ed. EDUNPAZ.
[1] Jaime, Fernando (et al), Introducción al análisis de políticas públicas: Universidad Nacional Arturo Jauretche, 2013, pág. 56, con cita de Oscar Oszlak y Guillermo O’Donnell, “Estado y políticas estatales en América Latina”, Revista Venezolana de Desarrollo Administrativo, 1982.
[2] Cassagne, Juan C., Derecho Administrativo, Tomo I, Bs. As., Ed. Abeledo-Perrot, 2002, págs. 70 y 349, donde cita la Encíclica Mater et Magistra, párrafos 51 a 53; y, del mismo autor, La intervención administrativa, 1994, pág. 72, con cita de Messner, Johannes, Ética Social, Política y Económica a la Luz del Derecho Natural.
[3] Por su parte, el Decreto 1.398/92, reglamentario de la Ley 24.065, dispuso –a través de una obligación de hacer– que el PEN debía tomar los recaudos necesarios a los efectos de que se produzca en el menor plazo posible “la transferencia al Sector Privado” de la actividad de transporte y distribución de electricidad en ese entonces a cargo de las empresas AyE, Hidronor y SEGBA, conforme a los términos de las Leyes 23.696 y 24.065. Asimismo, dicho reglamento prescribió –a través de una obligación de no hacer– que la Secretaría de Energía y el ENRE debían implementar los mecanismos que fueren menester, a los efectos de asegurar que las actividades descriptas en el párrafo precedente “permanezcan a cargo del Sector Privado”.
[4] Ver el posicionamiento político de la UCR: https://losandes.com.ar/article/view?slug=transener-cornejo-espera-una-respuesta-por-escrito-de-aranguren; así como la postura técnica del Instituto de Energía General Mosconi, liderada por el exsecretario de Energía y luego director de ENARSA y presidente de TRANSENER durante la gestión de 2015-2019, Ing. Jorge Lapeña: http://web.iae.org.ar/wp-content/uploads/2018/04/EL-IAE-GRAL-MOSCONI-SOBRE-LA-VENTA-DE-TRANSENER-12-04-181.pdf.
[5] Se trata de la central termoeléctrica Ensenada de Barragán y del área gasífera en Vaca Muerta denominada Aguada del Chañar.
[6] Así como la anunciada incursión en el desarrollo de vectores de la transición energética como el litio y el hidrógeno.
La entrada Adiós al Estado subsidiario se publicó primero en EconoJournal.
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