Hace casi 30 años que José Luis Manzano se alejó de la política. Pero la sola mención de su apellido –o, para darle más pompa, su nombre completo– continúa remitiendo a su vida pública, como sinónimo de intrigas, grises y misterios.
Mendocino, de Tupungato. Médico de profesión (Universidad Nacional de Cuyo), especializado en Salud Ocupacional, no fue el Zonda de su provincia sino otro viento fuerte y cálido, el de la restauración democrática, lo que lo impulsó al Congreso. Nacido el 9 de marzo de 1956, asumió su banca de Diputado Nacional con solo 27 años. Le valió un apodo, “Chupete”, que lo identifica hasta el día de hoy.
Alto, rubio, de grandes ojos claros y fanático de Charly García, su aspecto juvenil, de pelo crecido alisado hacia atrás y barba tupida, no fue impedimento alguno para volar a la misma altura (o más) que aviadores con mucho más millaje acumulado.
Audaz, astuto, locuaz y ambicioso, Manzano fue vicepresidente, primero, y presidente, después, del Bloque de Diputados del Partido Justicialista (PJ). Cualquiera que quisiera sacarle algo –un proyecto, un voto, un cargo, un apoyo, un olvido o un cajoneo– estaba obligado a sentarse a negociar a su mesa, sea del partido propio o ajeno. Mientras en las unidades básicas fue una de las caras que alzó la bandera de la Renovación del peronismo, en los comités y despachos oficiales resultó el más eficiente interlocutor del Gobierno radical.
«Audaz, astuto, locuaz y ambicioso, Manzano fue vicepresidente, primero, y presidente, después, del Bloque de Diputados del Partido Justicialista (PJ)«
Diálogo va, favor viene, sembró su relación con Enrique “Coti” Nosiglia. Sobre todo, a partir de 1985, cuando su álter ego misionero –indiscutido jefe de la influyente Coordinadora Radical– asumió el Ministerio del Interior, la cartera política por excelencia de un gabinete nacional.
Si en los pasillos del Congreso Manzano perfeccionó su oficio, en sus intercambios con Nosiglia desarrolló su paladar por las delicias de la realpolitik.
“Ambos jóvenes –Glizino y Appleman– se entendían sin siquiera mirarse”, pinceló Jorge Asís en La línea Hamlet, novela en la que, entre muchos otros personajes de la política local de aquellos años, retrató a Henry Glizino y Joe Appleman, “operadores fríos e inescrupulosos”, inspirados en esas almas gemelas de los dos grandes partidos nacionales.
La rápida afinidad entre Nosiglia y Manzano llevó a que se los coronara como los gerentes –y garantes– de un sistema al que moldearon con impaciente afán. “Es un hombre de la Coordinadora metido de casualidad en el peronismo”, le dijo al radical la persona que los presentó. “Lo quiero mucho. Es mi amigo”, declaró el peronista, años después de ese encuentro, sobre ese compañero de sueños y glorias compartidas.
Curioso es que cualquier perfil que arroja una búsqueda en Google refiere a Manzano como el “menemista”. Pero, en rigor de verdad, no fue de los primeros entusiastas en creer en las posibilidades presidenciales del gobernador riojano. Aliado de Antonio Cafiero en la renovación peronista, no dudó en abandonar, rápido, al entonces mandatario bonaerense para rendir sus armas ente el triunfador de la primera –y, hasta ahora, única– interna de la historia del PJ. “Siempre que traicioné, fue en nombre de Francia”, se justificó alguna vez Charles Marie de Talleyrand, quien sirvió a la Iglesia, la Revolución Francesa, Napoleón y los Borbones con igual fe. “Manzano no es cafierista ni menemista: es manzanista”, lo describió alguien que lo conoció como pocos en los pasillos del poder.
“ Manzano no es Cafierista ni Menemista: es Manzanista“, lo escribió alguien que lo conoció como pocos en los pasillos del poder
Como jefe de la bancada –ahora– oficialista, el mendocino debía ser uno de los artífices del eventual éxito del Gobierno de Menem, tanto durante la caótica transición –precipitada por la híper– como con el ambicioso programa que el riojano impulsó una vez instalado en Olivos.
Los pilares del plan Menem fueron la apertura económica y la reforma del Estado, dos postulados antagónicos con las banderas históricas de su partido. La enorme innovación de un peronismo que ya no combatía al capital, sino que lo tentaba con desregulaciones y privatizaciones. Manzano fue un engranaje clave para que la maquinaria legislativa despachara, sin trabas, los paquetes normativos que necesitaba ese programa, ideológicamente tan resistido por el peronismo como por la amplia mayoría del arco político local.
Fue, precisamente, durante un intercambio interno con los legisladores de su bloque por la privatización del Polo Petroquímico de Bahía Blanca –cuestionada por sospechas de corrupción– que Manzano habría dicho una célebre frase. “Solo tengo una cosa que decir: yo robo para la Corona. ¿Les quedó claro? ¿O alguien necesita alguna explicación adicional?”, le atribuyó Horacio Verbitsky, entonces columnista de Página/12. Manzano siempre negó haberla pronunciado. Cierta o no, la definición lo estigmatizó en el imaginario popular.
Su estrella siguió en ascenso. El 12 de agosto de 1991, asumió el Ministerio del Interior. Reemplazó al salteño Julio Mera Figueroa, uno de los hacedores del “fenómeno Menem”. Su designación fue vista como un triunfo de los “celestes”, tribu de potencia creciente en la interna que anidaba en la corte de Anillaco. Menemistas moderados, el objetivo de los celestes era fumigar la Casa Rosada de muchos de los que habían contribuido a que el prócer de Anillaco llegara a ella, pero cuyos talentos eran virtudes en los lodazales por los que circuló el Menemóvil durante la campaña y vicios en la conformación de un equipo de gobierno.
Manzano congenió con dos coterráneos: Roberto Dromi, el ingeniero jurídico de las privatizaciones, y Eduardo Bauzá, sigiloso y eficiente poder detrás del trono. Esa feligresía se completaba con Eduardo Menem, leal espada de su hermano en la Cámara de Senadores.
El aterrizaje en el Ejecutivo le dio pequeñas revanchas personales a “Chupete”. “Señor Ministro”, tuvieron que empezar a llamarlo muchos que lo trabaron de “mocoso insolente” y, ahora, no les quedaba otra que peregrinar a su despacho y juntar orina en la antesala, antes de unos escasos minutos de su atención.
Manzano debutó en su nueva función con un asunto explosivo: el secuestro de Mauricio Macri, entonces delfín de Socma, el grupo empresario de su padre, Franco. Un caso de alta exposición y, también, sensibilidad: los culpables fueron, nada menos, que una banda integrada por comisarios de la Policía Federal, fuerza que dependía directamente de él. Secuestrado el 24 de agosto, Macri estuvo 12 días en cautiverio. Dos meses después, tras una investigación de la propia Federal, “la banda de los comisarios” –como se la conoció– fue desbaratada y se recuperaron u$s 2,4 millones de los u$s 6 millones que Franco Macri había pagado por el rescate de su heredero. Manzano capitalizó una foto –junto a los Macri, padre e hijo, sonrientes– que bien pudo haber sido muy distinta. Tuvo la ayuda de su incondicional amigo, el “Coti”, quien ya había caminado los rincones más oscuros de un ministerio que él empezaba a explorar.
Pero Interior, también, es la cartera a medida de todo iniciado en el arte de la operación política. Con la convertibilidad ya reinante, el Talleyrand de Tupungato debía desplegar todos sus saberes y oficios –los buenos y los malos– para disciplinar a los gobernadores, voluntades díscolas con, además, nulo apego a la pulcritud fiscal. Debía ponerlos en caja, a ellos y a sus cuentas. Los desmanejos fiscales, potenciados por sus excesos en el festival de deuda que la Argentina toda gozaba con la inédita apertura del mercado internacional, hacían que, ya entonces, Domingo Cavallo empezara a oír desde las provincias el amenazante tic-tac de la bomba que, una década después, explotó al uno a uno.
De buena, y necesaria, sintonía con Cavallo –desbocado como pocos para abrir frentes de pelea por todos lados–, Manzano recurrió a su repertorio completo para domesticar a los gobernadores, caudillos envalentonados por la unción popular. Acumuló antipatías por ese ejercicio dual de zanahorias y palos. Entre ellas, las de un joven mandatario patagónico: Néstor Kirchner, de Santa Cruz. Reacio, al límite de la avaricia, para compartir con pares irresponsables –o la Nación misma– sus preciadas regalías hidrocarburíferas.
Hizo, también, apuestas políticas. Puso fichas en algunas elecciones provinciales. Perdió, al costo de bancas para el oficialismo en el Congreso. Tampoco fue profeta en su tierra. Debió capitular, también, a una candidatura en su terruño, tras la férrea resistencia del ex gobernador mendocino, José Octavio Bordón, a compartir boleta con él. Su errático manejo del affaire Al Kassar –la develación de que el traficante de armas sirio tenía pasaporte argentino, confeccionado en la propia Casa Rosada– empeoró su imagen frente a una opinión pública conmocionada por la falta de avances en la investigación por el atentado a la Embajada de Israel, ejecutado el 17 de marzo de 1992. Su figura ya estaba contaminada por el recuerdo del Polo Petroquímico bahiense. El desgaste fue fuerte, obra y gracia, también, de gente con pericia en el uso del bisturí mediático, que no dudó en punzar sobre flojedades de su vida personal.
“Acéptase la renuncia presentada por el Dr. José L. Manzano al cargo de Ministro del Interior”, se lee en el decreto 2314, sancionado el 4 de diciembre de 1992. Lo reemplazó Gustavo Béliz. Abogado, periodista, escribía los discursos de Menem desde que el riojano soñaba a lo grande en un dos ambientes de la calle Cochabamba.
De 31 años, el Gobierno pasaba del monje negro al monaguillo blanco. En el círculo presidencial, de hecho, el nuevo ministro político, hombre de comunión en cuerpo y alma con la Iglesia, tenía un apodo: “zapatitos blancos”, por la pureza de sus intenciones. La contracara de su antecesor.
Luz, desde la sombra
“José Luis Manzano es un empresario argentino con un gran conocimiento acerca de la política pública en América latina y otros mercados emergentes globales. Posee una amplia experiencia en inversiones, medios, energía e industrias con emergencia financiera. Con frecuencia, participa en conferencias en todo el mundo sobre estos temas”.
La barba, entrecana, está recortada, casi al ras. El pelo, más escaso y ceniciento. Pero prolijamente peinado hacia atrás, como antaño. Está de frente, con la misma mirada de cristal, y la sonrisa, astuta, ligeramente ladeada, también de antaño. Traje azul, corbata al tono. Camisa blanca.
La foto acompaña la descripción que, reproducida algunas líneas más arriba, se lee en la página web de Integra Capital sobre el presidente de esta firma.
Integra es una firma de inversores que nació en 1995, pero como una consultora. Manzano la fundó durante su estadía en Washington. Ni bien dejó el Gobierno de Menem, el mendocino migró a los Estados Unidos. Becario de las universidades de California (en San Diego) y la de Georgetown, en esta última –regida por los jesuitas– obtuvo certificados en Finanzas y en Negocios Internacionales. Completó esa formación con estudios de liderazgo en la Universidad de Oxford y, según ilustra su perfil oficial, dio conferencias “en prestigiosas universidades de la Argentina, Japón, Europa y los Estados Unidos”.
Así como, en determinado momento, cambió el juramento hipocrático por El Príncipe de Maquiavelo, a esa altura de su vida Manzano prefirió ejercer su talento ya no en beneficio de la Corona sino del propio. Desde entonces, Manzano –desde el más extremo sigilo y bajo perfil– se esmeró en reinventarse. Empresario exitoso, inversor inteligente, filántropo, líder social, las facetas con las que gusta percibirse el renacido.
En el albor de su exilio estadounidense, trabajó –y aprendió– del cubano Jorge Mas Canosa, influyente amigo de inquilinos de la Casa Blanca –en especial, republicanos– y ferviente militante anticastrista. En su nombre, negoció la compra de la participación que Orlando “Orly” Terranova tenía en Supercanal, operadora de televisión paga que Alfredo Vila Santander y su hijo, Daniel, fundaron en 1994. La canalizó a través de Mas Tec, una filial del cubano. Corría 1995. Poco después, Manzano facilitaría los fondos para que los Vila expandieran su negocio, a través de compras –otras operadoras de cable, radios, canales de televisión, diarios–, tanto en la Argentina como, incluso, el exterior.
Mas Canosa falleció en noviembre de 1997. El nexo de Manzano con los Vila lo sobrevivió. El renacido consolidó con Daniel, el hijo, un vínculo sólido, inquebrantable. A punto tal que, en el Círculo Rojo, la mención de uno remite automáticamente al otro. “Vila-Manzano” o “Manzano-Vila”. El orden de los factores no altera al producto, para referirse a la dupla, hábil como pocas para avanzar a paso acelerado en esa tierra prolífica de oportunidades que, sembrada de empresas endeudadas y precios de remate, fue la Argentina poscrisis de 2002. Un ecosistema en el que los ágiles empresarios nacionales serían criaturas más aptas –muchísimo más– que los ejecutivos extranjeros, de movimientos limitados por decisiones y procedimientos de sus casas matrices.
Es difícil precisar cómo está compuesto el holding. En los papeles, los dueños pueden ser distintos, sin que alguno de los socios tenga interés en ese negocio. Pero, siempre, están hechas a partir de un entendimiento, una sintonía fina entre ellos, en la que Manzano aporta agenda y estructuras financieras y Vila, capacidad de gestión. Un círculo cerrado que, no obstante, siempre estuvo abierto a terceros. En su momento, lo fue otro ilustre mendocino, el banquero Raúl Moneta (fallecido en 2019). Otro histórico allegado fue (es) el supermercadista Francisco de Narváez, socio en el negocio de medios y de pública ambición política. El más reciente convidado a esas aventuras es Mauricio Filiberti. Dueño de Transclor, mayor fabricante de cloro del país, fue el tercer hombre en el abordaje de Edenor.
Según su perfil oficial, Manzano es “accionista importante” de Phoenix Global Resources, petrolera con actividad en la Argentina y que cotiza en las Bolsas de Londres y de Buenos Aires. También, se lo presenta como “inversor importante” de Interoil, exploradora y productora de petróleo listada en Oslo y que genera 1.600 barriles diarios en Colombia. Además, es el “accionista principal” de Integra Oil & Gas, “una compañía activa en la producción de petróleo que produce 4.000 barriles por día en Venezuela”, se agrega.
No son los únicos activos que se leen en su CV oficial. La web de Integra también informa su participación, como accionista mayoritario, de Integra Gas Distribution, una sociedad con la suiza Mercuria Energy Trading. “Integra Gas Distribution es accionista significativo de MetroGas”, se la define. Otra de sus posiciones es una bodega (Altus). Y, por supuesto, lo que usualmente se identifica como el “Grupo Vila-Manzano”: Edemsa (distribuidora eléctrica de Mendoza), la central hidroeléctrica Ameghino y el holding de medios América, que incluye un canal de televisión abierto, una señal de noticias y la radio La Red.
“A Vila lo conozco. Es un buen muchacho. En cambio, el otro…”, bromeó, en un discurso de 2006, Néstor Kirchner, cuyas ironías desde el atril solían funcionar como advertencias. Durante buena parte del kirchnerismo, si bien sus negocios avanzaron, Manzano prefirió mantenerse en las sombras. Solo se dejaba ver bajo un reflector en esporádicas apariciones: disertaciones en conferencias internacionales, algún eventual y discreto cocktail empresarial. Siempre activo, no obstante, para retomar viejos hábitos y ser una figura acechante, magnética como pocas para quienes sospecharon ver su alquimia en candidaturas emergentes de relativo éxito electoral.
La de Macri no fue, precisamente, una de ellas. No obstante, el estrago de su gobierno, que acentuó los problemas de una economía que se achica desde 2011, preparó el terreno para que Manzano, zorro como pocos para entrar cuando muchos desesperan por huir, salga de cacería. A mediados del año pasado, conformó un joint venture con la minera australiana Latin Resources Limited (LRS) para sumarse a un proyecto de litio que esta empresa tiene en Catamarca. Integra se comprometió a invertir hasta u$s 1 millón como socio operador del emprendimiento, con la opción de completar un due diligence para tomar una participación del 10% de LRS y convertirse, así, en su mayor accionista corporativo.
En la industria minera, la firma de Manzano ya había invertido en exploración de uranio, en Chubut, y en Litio, tanto en Jujuy como en la propia Catamarca.
Por esos mismos días, Manzano avanzó en otra negociación, que resultaría un antes y un después para la presidencia de Alberto Fernández. Los accionistas de la cerealera Vicentin, concursada por una deuda que roza los $ 20.000 millones, alcanzaron un acuerdo con un grupo inversor que inyectaría el capital necesario para levantar su default. La difusión de que Manzano participaba en ese consorcio de salvataje conmovió al tablero del poder e hizo saltar a la Reina. El temor a que fuera eventual accionista de uno de los principales liquidadores de divisas del país –y la consecuente influencia que eso podría tener en la cotización del dólar– habría sido la justificación para apurar el decreto de la frustrada estatización de la empresa santafesina.
Pero, lejos de amedrentarse, Manzano decidió avanzar con otras presas. Hombre de recursos para conseguir socios, está en comunión con Daniel “Dan” Lerner, argentino que dirige el área de Créditos Corporativos Globales de CarVal, fondo al que Cargill y otros 250 inversores institucionales confiaron la administración de activos por $ 10.000 millones. Car-Val financió, a mediados de 2018, la venta de Supercanal, por parte de Vila y Manzano, a dos fondos de inversión: White Bridge e ICondor, de Carlos Joost Newbery, uno de los fundadores de Movicom. Fue un ticket de u$s 400 millones.
CarVal, también, era un engranaje vital del acuerdo por Vicentin, en el que también participaría la agencia de Bolsa Allaria Ledesma. Lo es, de hecho, en la compra de Edenor.
La operación se anunció el 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes. A cambio de u$s 100 millones, el trío Vila-Manzano-Filiberti se quedará con el 52% de la distribuidora eléctrica; con 3 millones de clientes, equivalentes a 9 millones de usuarios, la más grande del país.
El comprador, en realidad, fue Empresa de Energía del Cono Sur (Edelcos). De esa sociedad, que convirtió a Edenor en su primera adquisición, participan indirectamente Vila, Manzano, Filiberti, la británica Andina y un fondo, el Global Income Fund Limited. Andina es la dueña de Edemsa e Hidroeléctrica Ameghino. Vila y Manzano también son accionistas en ellas. El Global Income Fund, en tanto, es uno de los vehículos de inversión de CarVal.
Manzano clavó el colmillo en Edenor después de que se le escapó Naturgy, que rechazó la propuesta de compra que hizo por sus activos. En tanto, por la concesionaria eléctrica, que pertenecía desde 2005 a Marcelo Mindlin, acordó un precio que valúa a la empresa en u$s 200 millones, cerca de un tercio por debajo de su cotización bursátil del día de anuncio de la transacción. Entre los compradores, aseguran que el precio es más que justo. La diferencia, alegan, es la deuda financiera de Edenor.
Oficialmente, Pampa Energía informó que se desprendió de la empresa para concentrarse en sus actividades centrales: generación de energía y la exploración de gas en Vaca Muerta, sobre todo, a partir de su participación en el Plan Gas. Por supuesto, tratándose de dos empresarios con estilos distintos pero similares olfatos de la coyuntura, no faltaron quienes interpretaron la venta en código político. El mercado bursátil, por ejemplo: ese día, la acción de Pampa cayó más de 7% en la Bolsa porteña; la de Edenor, alimentada por la expectativa de una oferta pública de adquisición (OPA), subió en igual proporción en Nueva York. Que Mindlin quedó identificado con el Gobierno de Macri y le sería más difícil –por no decir imposible– conseguir un aumento tarifario. Que, si compra, es porque Manzano sabe que va a conseguirlo. Las versiones circularon a la misma velocidad con la que circulaban transferencias electrónicas entre las mesas de inversión. Hasta se descubrieron, incluso, resoluciones favorables incluidas en el Presupuesto 2021 por el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, eterno crédito del dúo mendocino. La presencia de Filiberti –el mayor cliente de Transclor es AySA, presidida por Malena Galmarini, la mujer de Massa– alimentó esa suposición.
Es que, tratándose de Manzano, no es que su pasado lo condene, como en la película. Pero sí lo precede. “Voy a seguir en política toda la vida”, le aseguró a Clarín. “¿Sabés cómo soy? Como los Titanes en el Ring. ¿Te acordás? Los tiraban abajo y ellos se subían de nuevo”, se definía a sí mismo en una entrevista publicada a fines de los 90, cuando retornó al país como hombre de negocios. “A mí, del ring, me van a sacar muerto”, sentenció.
La entrada El renacido se publicó primero en EconoJournal.
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